Acostumbrados a las realidades virtuales, la pandemia nos recuerda que existe una realidad “dura” que no podemos manipular y cuestiona el dominio del hombre sobre la naturaleza.
*Por Osvaldo Iazzetta
La realidad actual, ajena a nuestro control, reclama un conocimiento objetivo que pone en valor el paciente trabajo de la ciencia, y el de quienes viven consagrados a acumular evidencias y validar pruebas que ofrezcan respuestas a nuestros padecimientos.
En tiempos de fake news y posverdad, que nos condenan a vivir bajo el imperio de la opinión, la pandemia nos obliga a volver nuestra mirada esperanzada hacia quienes trabajan silenciosamente en los laboratorios reuniendo datos duros y evidencias que permitan hallar una pronta solución. De manera inesperada, asistimos a una revalorización del conocimiento y de quienes lo producen en forma rigurosa y sistemática.
Vivimos en una “sociedad del conocimiento”, pero paradojalmente, con la expansión de las redes disponemos de una masa de información que no tiene el propósito de contribuir a un debate informado ni siempre viene acompañada del respaldo fáctico que sería deseable. Vivimos expuestos a una sobreinformación que, pese a sus debilidades, resulta funcional para quienes la consumen buscando en ella una confirmación de sus creencias, preferencias y prejuicios.
Las redes no sólo han servido para acercarnos y conectarnos sin requerir co-presencia –algo que apreciamos especialmente en tiempos de cuarentenas–; también funcionan como “cámaras de eco” que nos devuelven aquello que deseamos escuchar, y que, gracias a la selección que hoy nos ofrecen los algoritmos, ni siquiera exigen nuestra intervención para recortar aquello que preferimos dentro del universo de opciones (éticas, políticas y estéticas) disponibles. Nos eximen de esa búsqueda, pero la comodidad de hallar una opinión hecha a nuestra medida, nos encierra peligrosamente en nuestro micromundo, reforzando nuestras certezas y dejando menos espacio para las dudas, que son precisamente la materia de la que se nutre la ciencia para el avance del conocimiento.
Esto se ve muy claramente en el escenario político contemporáneo en el que las posiciones se vuelven irreductibles y se confunden con verdades religiosas que no son negociables. Másallá de los elementos idiosincráticos que este rasgo asume en cada país (y que en Argentina quedó condensado en la figura de la “grieta”), la polarización política tiende a ser una característica cada vez más extendida en las democracias actuales.
La ilusión de una esfera pública en la que los interlocutores intercambian argumentos en un marco de deliberación racional se ve cada vez más desafiada por un debate que interpela a las emociones primarias, que premia la economía de lenguaje –ajustado a los pocos caracteres que admiten los mensajes en las redes–, y que simplifica las respuestas a los problemas públicos con el único propósito de calmar las ansiedades de los ciudadanos, aunque pronto se revelen inadecuadas.
Este primado de las emociones no ha sido captado por nuestros análisis, en parte porque os conceptos y herramientas metodológicas empleados tienden a subvalorar su influencia en el mundo actual. Sin embargo, es imperioso reconocer su incidencia en nuestras formas de sociabilidad e intercambio y también en la manera en que está moldeando a las democracias contemporáneas –la “emocracia”, mezcla de emoción y democracia de la que hablan algunos autores–, volviendo más lejano el ideal de una deliberación pública racional alentado por teóricos tan respetables como Habermas.
Sin este componente emocional se vuelve incomprensible la irrupción de líderes como Trump, diestros en captar y explotar las emociones y ansiedades sociales, y con suficiente desparpajo para desafiar la validez del saber experto –cuando niega verosimilitud a las predicciones científicas sobre el deterioro ambiental o subestima la amenaza del coronavirus–, o postular una antojadiza defensa de “hechos alternativos”, cuando las evidencias puedan contrariar sus opiniones.
Nos habíamos resignado a movernos dentro de este mundo, pero el pánico y la incertidumbre desatados por la actual pandemia, inesperadamente nos han empujado a valorar el trabajo de quienes producen conocimiento riguroso y verificable.
En circunstancias críticas como las actuales, recobran sentido las dudas sobre las que trabaja la ciencia para hallar nuevas respuestas. Eso no sólo coloca bajo sospecha ese mundo de certezas cuasi-religiosas creado bajo el reinado de la opinión, sino también abre una nueva oportunidad para valorar la producción de un conocimiento más atento a la episteme, y a los ámbitos comprometidos con esa labor. La opinión siempre tendrá un lugar asegurado, eso podemos descontarlo, pero, ¿sabremos aprovechar el miedo instalado como una ocasión para devolverle al conocimiento sistemático el lugar que le veníamos retaceando? El tiempo nos dirá si iniciamos un giro en esta dirección o si sólo se trata de un momento pasajero que durará lo que dure el pánico frente a esta pandemia.
*Facultad de Ciencia Política y RR.II., Universidad Nacional de Rosario. Publicado originalmente en Le Monde diplomatique, edición Cono Sur.
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