José Natanson*
*Este texto fue publicado originalmente en la edición 293 de El Diplo y reproducido con autorización del autor.
En el mes más crucial de su vida política, Sergio Massa tiene ante sí la oportunidad que por conspiración de la realidad o defecto de carácter desperdició Alberto Fernández, no cuando Cristina lo ungió candidato, porque en ese momento no podía, sino cuando la pandemia elevó su imagen por encima del 80% y le dio la posibilidad de abrir un capítulo nuevo en la historia de los liderazgos del peronismo. El Presidente dejó pasar el tren, hundido en la indolencia gestionaria, el tacticismo de gabinete y las inquinas personales.
Massa, que ha demostrado su capacidad de levantarse de la lona tantas veces como es derribado, construyó una escalera muy estrecha, caracol, que lo llevó desde su oscuro lugar en la Cámara de Diputados hasta quizás la Presidencia. El primer paso fue reclamar el Ministerio de Economía (y no la Jefatura de Gabinete, el falso trampolín del que nunca saltó Juan Manzur) en el peor momento de la crisis, para encarar desde allí una gestión pensada a la inversa de la de Alberto: si el Presidente cuidó tanto los equilibrios internos buscando no irritar a Cristina que terminó sumido en la impotencia, Massa se elevó por encima del sistema de vetos cruzados que paraliza al gobierno y puso su proverbial hiperkinesis al servicio de una gestión que no logró contener la inflación ni mejorar los salarios ni bajar la pobreza, pero que al menos consiguió evitar un estallido y que en el último tramo agregó una galopante sucesión de medidas y anuncios, por más que con Massa nunca sepamos exactamente dónde termina la realidad y dónde comienzan los fuegos artificiales.
Massa importó de Tigre la épica municipalista del decisionismo permanente (como dice Daniel Tognetti, a donde va arma un Massapalooza). Pero la política también es eso: asumir un lugar y ensancharlo, hacer un asado con un tomate y dos lechugas. Massa asumió el Ministerio con la economía al borde del colapso final y, apoyado en su relación con el sistema político y con los actores económicos y sociales (Massa es un sistema de relaciones), logró darle cierta consistencia a la gestión, proponerles a los jefes peronistas la hipótesis de un nuevo liderazgo y ofrecerle al electorado la posibilidad de evitar el salto al vacío. ¿Qué le falta? Muchas cosas, pero sobre todo reconstruir su relación con la sociedad, regenerar una representación genuina, que hoy sigue dañada por sus déficits de credibilidad y el exceso de zigzagueos de un pasado todavía reciente (de enfrentar al kirchnerismo a aparecer como el “opositor sensato” de Macri y de ahí de regreso al peronismo).
Ya en el discurso de la noche de la victoria –un discurso medido, cuidadosamente ecualizado, desprovisto de excesos triunfalistas y de nombres propios: sólo mencionó a su familia y a su vicepresidente, y pronunciado bajo la escenografía limpia de una simple bandera argentina–, Massa dio las primeras claves del camino que recorrerá en estas semanas. Tocó, con la invitación a sus hijos al escenario y el beso con Malena, la cuerda de la “normalidad familiar”, en contraste no tan sutil con la imagen bizarra que ofrece Milei (los perros clonados, la hermana, la novia imitadora de Cristina) y su romería de libertarios dogmáticos y gamers trasnochados (la revista Barcelona tituló: “Ramiro Marra votó temprano y ya sigue los boca de urna por YouPorn”). Veinte años después del primer eslogan de Kirchner, Argentina sigue tratando de ser un país en serio.
El votante de Milei sigue ahí
El panorama no luce sencillo para ninguno de los dos contendientes, pero más difícil la tiene Milei. Mientras que el libertario debe conquistar a los mismos electores macristas a los que se pasó los últimos meses insultando y transformar su épica anti-casta en un discurso anti-K que en su boca suena desteñido, Massa tiene que volver a un lugar conocido: al centro. Al centro geográfico, a las provincias en donde ganan los agro-peronistas moderados (su remontada en Santa Fe es en este sentido auspiciosa) y al centro ideológico, es decir a los votantes de Horacio Rodríguez Larreta y Juan Schiaretti (Massa fue en su momento aliado del cordobesismo de José Manuel de la Sota). Debe conquistar, por último, al electorado radical (algo positivo de esta coyuntura es que finalmente descubriremos si el “pueblo radical” existe como tal o si se trata de macristas definitivos; en otras palabras, ¿existe el radicalismo en tanto corriente social o es sólo un mito urbano?).
Es, en todo caso, un camino que Massa ya había recorrido cuando enfrentó a Cristina en 2013 y comenzó a construir el perfil de un peronismo desprovisto de la sobrecarga ideológica kirchnerista, camino que no desanduvo con su incorporación al Frente de Todos. Como nunca cayó en la trampa de sobreactuar su giro kirchnerista ni de rendirse ante los imperativos del progresismo (Massa nunca dijo “corpo”, “orga” o “Magnetto” y no empieza sus discursos con un “Todos y todas…”), el centro es su ecosistema natural, como si hubiera nacido allí. En su discurso del domingo habló de salario y producción, dijo que el Estado tiene que ser “presente y eficiente”, convocó a los votantes de Schiaretti, a los radicales e incluso a los del PRO, prometió un gobierno de unidad nacional y pronunció algunas palabras prohibidas: orden, previsibilidad, certezas y… ¡seguridad!
La victoria de Massa se explica por méritos propios pero sobre todo por defectos ajenos. La escalera caracol construida por el ministro no hubiera sido posible sin la división de la oposición en dos bloques más o menos equivalentes y sin una derrota de Rodríguez Larreta que liberara el centro.
¿Qué pasa si Massa gana el balotaje? Dotado de legitimidad popular y de un capital político del que Alberto carecía (Massa habrá llegado sin deberle nada a nadie), tendrá las manos libres para desplegar el plan de estabilización que todos, empezando por él mismo, saben que hay que hacer: devaluación, renegociación con el Fondo, corrección de precios relativos. Y si después de unos meses inevitablemente difíciles logra, como en su momento lo hicieron Menem y en algún sentido Duhalde, superar esta etapa, el horizonte se despeja para ofrecerle la perspectiva de un gobierno cómodo. Nunca es fácil gobernar Argentina, pero el panorama puede ser optimista.
En primer lugar, porque el peronismo contará con una representación parlamentaria amplia, a cinco senadores del quórum y con una primera minoría en Diputados. Más decisivamente, la oposición estará dividida entre un bloque libertario y los restos de Juntos por el Cambio, que a su vez podría fracturarse en dos o más pedazos. Es cierto que Milei, dependiendo de su campaña, de los resultados del balotaje y de su voluntad de seguir en política, seguramente será una figura de peso, pero la coalición macrista habrá sufrido la obsolescencia de todos sus liderazgos: Macri, Patricia Bullrich, María Eugenia Vidal y Horacio Rodríguez Larreta (la solitaria excepción es Jorge Macri). En suma, una oposición atomizada y probablemente desorientada, más parecida a la de los primeros años del kirchnerismo que a la oposición con el cuchillo entre los dientes a la que nos acostumbró la grieta.
En segundo lugar, porque el ascenso de Massa es consecuencia del declive, lento pero evidente, del proyecto kirchnerista. Si su designación como ministro había puesto en evidencia que Cristina carecía de un plan económico, su candidatura presidencial reveló que la ex presidenta tampoco tenía un plan político. Por tercera vez consecutiva, el kirchnerismo tuvo que recurrir a un cuerpo extraño, del que además desconfía, para encabezar la boleta: Scioli en 2015, Alberto en 2019, Massa hoy. Por supuesto que la reelección de Axel Kicillof es el segundo dato político más importante de las elecciones, pero la sana distancia que viene tomando el gobernador respecto de Máximo Kirchner, su decisión de resistir las presiones para convertirse en candidato presidencial y algunos gestos explícitos sugieren que más que la continuidad de algo que ya vimos podríamos estar escuchando, por recurrir a su desafiante comparación, los primeros compases de una nueva canción.
El tercer motivo es el más estructural, y vale tanto para Massa como para cualquier otro Presidente: reestabilizada la macro, la economía argentina está en condiciones de recuperar rápidamente el crecimiento e ir morigerando, a medida que los complejos extractivos adquieran velocidad, la restricción externa, que, ya lo sabemos, es la causa principal de todas nuestras crisis.
Pero recuperemos la cautela. La victoria de Massa se explica por méritos propios pero sobre todo por defectos ajenos. La escalera caracol construida por el ministro no hubiera sido posible sin la división de la oposición en dos bloques más o menos equivalentes y sin una derrota de Rodríguez Larreta que liberara el centro. Al mismo tiempo, era necesario que el ascenso de Milei no se convirtiera en una ola imparable (cosa que por un momento pareció que podía suceder). Este último dato –los desbordes de Milei y de los suyos en los días previos a los comicios– resulta crucial para explicar los resultados. Algunas investigaciones comenzaron a detectar temores en su electorado ante la veta de crueldad exhibida por el candidato. Pablo Semán cuenta que en los días previos a las elecciones muchos votantes de Milei expresaban su miedo a que la motosierra, el símbolo libertario de recorte estatal, se volviera contra ellos: la traición de la metáfora.
Milei pecó por exceso. Se dijo mucho en estos días que puso en crisis consensos democráticos básicos gestados durante el alfonsinismo (lo cual es verdad); se dijo menos que también prometió arrasar con el único acuerdo que nos dejó diciembre de 2001: la idea de que en Argentina puede pasar todo salvo un estallido. Asignación Universal, movimientos sociales, swap, diez cepos y cien tipos de cambio, todo un sistema construido para evitar un incendio en Plaza de Mayo o los ahorristas golpeando las vidrieras de los bancos. La disfuncionalidad de esta construcción de la política pos crisis es obvia, pero también puede verse el lado positivo: un Estado puesto al servicio de la paz social. Milei, con sus declaraciones sobre los plazos fijos y el valor del peso y con sus apelaciones explícitas (recordemos que en el acto de cierre de campaña su aparición en el escenario estuvo precedida por un video que mostraba explosiones nucleares), amagó con arrasar también con ese consenso. No nos sobran Moncloas, y pareciera que la sociedad decidió cuidar las pocas que tenemos.
Pero decíamos que conviene ser cautelosos. Aunque obtuvo una ventaja de casi siete puntos y aunque su adversario se ha encerrado en un desvarío estratégico que lo aleja de la meta, Massa todavía no ganó el balotaje, y nada asegura que lo ganará. Pero incluso si resulta victorioso deberá lidiar con una economía desquiciada que acumula una larga serie de demandas sociales reprimidas, entre las que sobresalen el atraso salarial y la inflación. La oposición estará fragmentada, pero la crisis de la derecha tradicional no es una buena noticia, porque su reverso es la emergencia de una derecha dura proclive a comportamientos poco democráticos. La experiencia de Estados Unidos, donde Donald Trump puede volver al gobierno, y de Brasil, donde el bolsonarismo se consolidó como una fuerza social permanente, demuestra que la extrema derecha no se evapora si pierde una elección: su potencia disruptiva se mantiene, porque las razones que la motivan –la sociología que la explica– siguen operando. Pasados los comicios, el pueblo mileísta seguirá ahí, mordiendo la misma manzana arenosa de bronca. Con eso también deberá lidiar Massa.
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